viernes, 6 de marzo de 2020

El inicio de mi autobiografía


                  Reflexiones preliminares

  Empiezo a escribir este relato autobiográfico a los 81 años de mi edad, en el año 2013. El cuándo lo vaya a terminar no lo sé, ni tampoco si ello va a ocurrir. En la etapa final de la vida poco nuevo se puede agregar a lo ya vivido, salvo el sentimiento que se experimenta al mirar el tiempo transcurrido con sus variados y multicolores sucesos. Una mirada gruesa ya que los detalles finos se aparcaron en una zona algo oscura de la memoria. Dado que el pasado no es más que el presente ausente, se colige que hay un pasado que el presente, quizás, no recupera. Escribir una autobiografía a estas alturas de la vida y sin haber tomado la precaución de llevar un diario de vida es limitante. Sin embargo, habiendo ya escrito un buen poco en la adultez, no se puede decir que inicio esta iniciativa ab nihilo, desde la nada.

Al comienzo del libro autobiográfico De Senectute, Norberto Bobbio, el filósofo del derecho turinense, escribe: “Leo en el Diario Italiano 1840-41 de John Ruskin, con fecha 28 de diciembre de 1840: “Es muy fastidioso llevar un diario, aunque también una delicia haberlo llevado”. Durante toda mi vida siempre eludí ese fastidio. Pero ahora que soy viejo no puedo disfrutar de la ‘gran delicia’ de utilizarlo” (Taurus; 1996; p.7).
Pues bien, a mí me pasó lo mismo que al famoso profesor de Turín: que no hice anotaciones sobre lo que vivía y siento que ahora me faltan. Ello, aunque supe de varias personas que sí llevaban su diario de vida, con especial celo y disciplina. El que fuera mi profesor de Introducción a la Filosofía, Luis Oyarzún Peña, escribió el Diario más importante de la literatura chilena. Un estudioso de los “géneros referenciales” (la carta, la crónica urbana y el diario íntimo) anota que Oyarzún tuvo “Una constancia sin paralelo en la producción diarística latinoamericana…y que, en Europa, sólo podría comparársela con la continuidad y constancia de Amiel” (Leonidas Morales T.; Crítica de la vida cotidiana chilena; Santiago: Editorial Cuarto Propio; 2012; p. 127). Bueno, yo no lo hice y ahora sufro las consecuencias de ese descuido. Dificulto, sin embargo, que esta actividad tenga actualmente los cultores que tuvo tiempo atrás. Al parecer tampoco los diarios de viajes se cultivan como antes, a pesar del aumento exponencial de los viajeros. Diarios de vida y diarios de viajes no se avienen, al parecer, con esta época en que el tránsito es veloz y la cantidad de lo mirado (y fotografiado) es más importante que su contemplación y la reflexión consiguiente.   
De modo que debo depender del presente tanto para mirar el largo pasado como el corto futuro. ¿Existe un futuro a esta edad, en esta sociedad, en esta familia?; ¿cómo definir ese futuro? Para mí existiría un tal futuro si ocurriesen sucesos diferentes a los actos repetitivos en los que consiste la vida cotidiana del adulto mayor. Quizás esos sucesos sean vivencias psicológicas inéditas que vayan apareciendo en el proceso de pensar y repensar la vida que le tocó vivir al que emprende la iniciativa de escribir sobre su propia vida, este viaje al interior de sí mismo. Existe un dicho berlinés que explicita una actitud escéptica acerca de este periplo:
“Hombre, acércate a ti mismo. Ya estuve ahí y no pasa nada”.
Al comprometerme con esta empresa mi vida se anima al mismo tiempo que se inquieta por saber que es corto el tiempo que queda para terminar este aventurado e inquietante empeño. En ese sentido creo que, aunque la realidad va acotando y achicando y escaseando las oportunidades de vida del viejo, su subjetividad puede depararle un futuro a costa precisamente de reflexionar sobre su pasado.  En todo caso un futuro imaginario, de corto plazo, con el horizonte cercano que, sin embargo, estimula el recuento y la reflexión. Y esas vivencias pueden ser no sólo inquietantes sino, también dramáticas, de un dramatismo al interior de la conciencia. En contraste la vida real es, como ocurre con frecuencia, repetitiva y vulgar, casi insignificante. Esas vidas ya poco le importan a la sociedad. Sólo, y con suerte, importan a los pocos seres queridos que están cerca. En mi caso ellos son cada vez menos. En la vejez el riesgo de la insignificancia es, para la mayoría de los mortales, ineludible.
Es preciso, además, tener conciencia de que al mirar lo que fue el curso de la vida desde el hoy es correr el riesgo de ser víctima del sesgo de la selectividad de la memoria. Ella elige y desecha según sus propias leyes, independiente de la voluntad del yo. Todo el relato de lo acontecido tiene, por tanto, más que la certeza de su realidad pasada, la certeza de su actual vivencia. El escritor irlandés contemporáneo John Banville afirma que “la imaginación es otro nombre para la memoria” y que “Madam Memory es una gran y sutil disimuladora” (Entrevista publicada en El Mercurio; Santiago: 8 de diciembre, 2013, p. E 13). Yo que tengo escasa imaginación literaria no necesito precaverme de Madam Memory.    
Si la percepción de mi pasado depende de mi memoria actual, ¿cómo se constituyen y relacionan pasado subjetivo y memoria presente? En este respecto me parece apropiado, como contexto amplio, lo expresado por San Agustín:
“Lo que ahora se me aparece claro y evidente es que ni el futuro ni el pasado `son’. Impropiamente, pues, decimos: los tiempos son tres: pretérito, presente y futuro. Con mayor propiedad se diría acaso: los tiempos son tres: presente del pasado, presente del presente, presente del futuro. Estas tres modalidades están en el alma; en otra parte no las veo.” (San Agustín; Confesiones; Madrid: Aguilar, S. A.; Ediciones, 1952. Traducción de Lorenzo Riber; pp. 593-594). Ello obligaría, por tanto, a distinguir nuestro pasado de los recuerdos del mismo, si es que eso fuese posible.
Por lo demás, el arrollador avance tecnológico de nuestros días nos ha acostumbrado a vivir en la instantaneidad y la inmediatez. En efecto, Internet es un instrumento y un espacio en el que solo existe el presente. Todo lo que está en la red es co presente. Yo que escribo estas líneas en mi MacBook y, de viejo, he devenido en bloguero aficionado y, además, opino en twitter convivo, por tanto, con ese co presente.
A estas alturas de mi reflexión puedo decir con propiedad que soy el que he sido y que ese es mi presente del pasado, según la visión del Obispo de Hipona.  Antes yo decía “yo soy el que soy”, dado que mi nombre es Manuel, que viene del hebreo y significa “Dios está con nosotros”. La Biblia dice que Dios le dijo a Moisés: “yo soy el que soy”, que sería otra forma de expresar su identidad. Pero hoy esa expresión ha perdido, para mí, substancia porque, según lo dicho quién soy hoy día, en esta edad provecta, es el recuerdo que guardo en algún lugar de la conciencia (¿alma?) de aquello que fui. Para mi vida interior lo que soy ahora carece de relevancia frente al pasado, lo que no deja de ser penoso, por supuesto, ya que refleja un agotamiento del entusiasmo por el futuro, que constituyó una meta esencial en otros tiempos. El sentido de propulsión hacia adelante, hacia caminos que quedan por recorrer pierde fuerza a favor de la actitud apacible y también de la preferencia por lo repetitivo cotidiano. El anciano prefiere la cultura del “revival” a la cultura utópica de nuevos mundos imaginarios, sea en el arte o en el trato con los nuevos artefactos del diario vivir. Sólo una minoría utiliza dispositivos digitales, a pesar de que tal tecnología tiene un gesto hacia la realidad del viejo. En efecto, ella permite guardar las experiencias del ayer y del presente por medio de la escritura, gozar de la música y usar la fotografía para sustentar sus vivencias estéticas. Además, estar en comunicación rápida con sus amistades geográficamente cercanas o lejanas. Todo ello sin moverse de su vivienda lo que para el adulto mayor es esencial.  Internet es o puede ser para él un verdadero repositorio de sentimientos, de momentos entrañables, de sensaciones que enriquecerán las nostalgias futuras. Internet es, como las grandes bibliotecas del mundo, un inmenso archivo, y a la vez un soporte de la vida cotidiana. Todo esto existe en potencia. Es una posibilidad.   
Como a esta edad el asunto del vivir es algo netamente personal, la actualización de aquello potencial depende de cada cual. Al viejo la sociedad lo olvidó, las amistades de entonces, si acaso, están sobreviviendo por caminos diversos y privados. En cuanto a la familia consanguínea los mayores ya se fueron; otros, los de la misma generación, padecen los mismos rigores de la edad que uno. En cuanto a los hijos están ocupados con sus vidas, sus obligaciones (los hijos propios, la pareja, el trabajo), sus alegrías, sus frustraciones.  Crecidos en una época que endiosó el dinero y los bienes materiales están más ocupados que lo que estuvimos nosotros en esos afanes. En nuestra cultura el adulto mayor es privatizado por la sociedad. Su vida tiene sentido más allá de sí mismo, es decir, de sus recuerdos y de lo que uno haga con ellos, sólo si lo acompaña un sentimiento amoroso de pareja, de familia, de identidad de grupo, por pequeño que sea.  Por desgracia, pocos son favorecidos por esa varita mágica.
 Volviendo al Yo también podría decir desde un sentimiento nostálgico/realista, que a veces invade mi espíritu, yo soy apenas el tiempo que me queda. Sin embargo, trato de eliminar esta perspectiva ya que la naturaleza de este esfuerzo autobiográfico consiste, en lo principal, en examinar el trayecto ya recorrido y no lo poco que falta por recorrer. Y el esforzarse por prolongar lo que queda al máximo posible. Marcel Proust lo hizo magistralmente como autor de su notable “À la recherche du temps perdu” Tiempo perdido no en el sentido de malgastado sino del tiempo ido aquél que ya no volverá. La autobiografía es un esfuerzo en cuanto es búsqueda presente de un pasado ausente.  Lo considero una responsabilidad indeclinable. El primer deber del adulto mayor es, pues, vivir (aunque cueste) y no echarse a morir, aunque eso sea lo más cómodo. 
En el juego del presente con el pasado acojo la afirmación de Javier Cercas, escritor español, cuando dice en línea con San Agustín que:
“Quizás la historia apareció en ese momento porque ya tenía 39 años. Es decir, yo tenía también una historia, empecé a ser un hombre con pasado, porque a los 25 años no tienes pasado. Ahí descubrí que el pasado es una dimensión del presente, no algo que está fuera, archivado. Sin el pasado no comprendes lo que sucede ahora, porque el pasado no pasa nunca. Como decía Faulkner, ni siquiera es pasado. Los libros que yo escribo desde entonces hablan de ese presente ampliado. (Entrevista en El Mercurio: 5 mayo 2013; p. E 13)
Sí, nuestro pasado es irrenunciable e irremediable. Sí, el pasado no pasa nunca y nunca ocurre de nuevo. Y en estos días algo del pasado, es decir sus recuerdos se me imponen con fuerza a fuer de balances en horas insomnes. Pienso y repienso de lo que no resultó, sobre lo que podría haber sido mejor; sobre las oportunidades perdidas, sobre los errores cometidos. En todo orden de cosas, desde las oportunidades laborales y económicas perdidas hasta la calidad de la vida sentimental y sexual. Desde la familia constituida o fracasada hasta las relaciones de amistad o la pertenencia a entidades sociales.   Es mi pensamiento espontáneo. Cuando es deliberado entonces pienso, además, en los éxitos, las satisfacciones, los aportes realizados. Con todo, entiendo el consejo de Pablo Picasso:
“No sucumbas a la añoranza. Sal a la calle. Ve a una ciudad vecina, a un país extranjero, pero… ¡no viajes al pasado que duele!”.
El dilema es que en la empresa que me he propuesto necesito ir al pasado y tratar de que no duela. ¿Será posible?
Este intento autobiográfico comenzó cuando meses atrás terminé de escribir un relato sobre mi trayectoria escolar, como un homenaje a Blanquita, mi querida madre. Ello me dio la idea y el ímpetu de una tarea más ambiciosa. He pensado que esa trayectoria podría constituirse en el segundo capítulo, seguido, luego, por la trayectoria profesional en la cual he estado trabajando paralelamente a éste. De modo que esta lectura, escrita después del eventual segundo capítulo, sería el primero en el texto final. ¿Está claro? El (des)orden de los factores no altera el producto.
Al finalizar el relato Mi trayectoria escolar: desde la escuela rural adelante, 98 páginas de mi MacBook, lo publiqué en uno de mis blogs. Una parte de él, la relativa a mi paso por el antiguo Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, hoy inexistente, fue ya publicado, como lo señalaré enseguida.
Parecía cómodo, más rápido, menos pesado, y menos dramático que, luego de la escolar, continuara y terminara con la redacción de mi trayectoria laboral. Sin embargo, he desestimado ese atajo ya que con ello eludiría el contexto vital en que dicha trayectoria se dio. De modo que me propongo enfrentar el intento de una autobiografía donde la formación educacional y lo laboral serán parte importante, pero no el todo. Ya de aquel relato escolar algún amigo, que tuvo la bondad de leerlo, coligió que se trataba de una autobiografía incompleta, lo que me estimuló a completarla. A petición de un editor con el cual colaboro con artículos, quién leyó el texto, acepté que   la parte que se refiere a mi formación como Profesor de Filosofía se publicara en la “Revista Ensayos Pedagógicos” de la Universidad Nacional de Costa Rica.  Al término de los recuerdos escolares dejé de escribir. Retomar este empeño me costó dudas, primero, esfuerzo, después. ¿Por qué? Simplemente, porque abordar la empresa de una autobiografía a estas alturas de la vida se hace cuesta arriba a cualquier sujeto normal (o casi) por más que en su vida activa profesional haya escrito libros, artículos en revistas científicas y columnas en periódicos.
Sólo en pensar en el intento autobiográfico comenzaron a removerse emociones muy profundas para lo cual había que estar más preparado emocionalmente que para relatar la trayectoria escolar que, en general, tocaba aspectos más objetivos de la experiencia vital. Y, al parecer, yo desde el punto de vista emocional me encontraba sin las fortalezas que tenía cuando acontecieron los eventos principales de una vida asaz accidentada tanto en lo familiar como en lo sentimental, económico y laboral.
Mientras más viejo más débil más expuesto a las dificultades del diario vivir. La autobiografía es territorio subjetivo. Mi experiencia como redactor de libros y artículos científicos se refiere más bien al campo de lo objetivo, que es una meta que todo cientista social debe tratar de lograr, aunque frecuentemente no lo haga. Él está más propenso que el investigador de las ciencias duras a contaminarse con los valores, preconcepciones e ideologías de su medio social y de su personal inserción en la cultura de ese medio y en la misma estructura social. La autobiografía requiere de un esfuerzo de profundización en la memoria. No existe el auxilio de las bibliografías sobre las materias a enfocar. Nadie ha escrito la autobiografía de uno, nadie más que uno podría hacerlo. Cosa distinta es escribir la biografía de otro. Ese es un desafío tanto de penetración psicológica, como de investigación y de habilidad literaria. No tiene la densidad emocional que tiene la autobiografía que es la biografía de sí mismo.
Bueno sería poder guiarse en el relato autobiográfico por la máxima de Don Miguel de Unamuno: “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”. Si entiendo bien al ilustre Rector de Salamanca habría que esforzarse por realizar un fuerte ejercicio de introspección. Desde la partida confieso que será imposible rescatar desde el fondo de la memoria el sentimiento que tenía cuando ocurrieron las cosas que empezaron a ocurrir en la adolescencia y que continuaron en la adultez y, luego. en la madurez. Por el otro lado, ¿cómo recordar lo que pensaba, si es que lo hacía, cuando el sentimiento de soledad me embargaba en el internado de la infancia?  Sin embargo, siento la obligación de tratar de imaginarme lo uno y lo otro ahora cuando describa el curso de los acontecimientos. Si tenga éxito sólo se sabrá al final de este atrevido y, al comienzo de estas letras, vacilante intento. Por tanto, me hago el propósito de poner, como diría un español, el hilo en la aguja.
El corpus de este escrito está constituido por las diversas etapas de mi formación, por los avatares de la vida personal y de la familiar.