No son tiempos en los cuales el ciudadano común tolere vivir bajo la amenaza permanente del vandalismo y el desorden anárquico. El mundo de hoy no es el de los sesentas. Ha pasado mucha agua bajo los puentes de la democracia, el progreso técnico y el desarrollo. La experiencia de los gobiernos militares y de los partidos únicos son también importantes factores del cambio de la conciencia del ciudadano de a pié. La opinión pública ha ganado tanto poder ahora como nunca antes y esta opinión repugna de la violencia, la querella permanente, el desorden que perturba la actividad cotidiana y la tranquilidad de las personas. La delincuencia es también un fenómeno que interfiere con la normalidad que el ciudadano común quiere para su vida. Es cierto que la pobreza y las desigualdades generan conductas violentas y delictivas si la sociedad no dispone de mecanismos eficaces para canalizar las esperanzas y las frustraciones que provoca el proceso de modernización capitalista que estamos viviendo. Por ello es tan importante que los partidos de izquierda se esmeren en la constitución y consolidación de todo tipo de organizaciones sociales en que participe la gente común a fin de presionar ordenadamente por sus reivindicaciones.
La democracia es apreciada justamente porque para el ciudadano común ella es el sistema más predecible de todos los que conoce, porque es un sistema que repudia la arbitrariedad, sobre todo la arbitrariedad impuesta por la fuerza. El vandalismo y la violencia anárquica son impredecibles y totalmente arbitrarios.
El ciudadano común, que no está en los partidos políticos, que no lidera sindicatos, que no participa de los cerrados círculos de las elites desea que la democracia vaya resolviendo sus problemas con eficiencia, a través del funcionamiento transparente y probo de las instituciones. Desea que los dirigentes políticos, los empresarios, los más ricos sean sensibles a sus necesidades y se empeñen en resolver sus problemas del modo más claro, sencillo, eficaz y rápido posible. Para ello las instituciones del Estado y de la sociedad deben funcionar bien permanentemente bajo leyes eficaces y normas éticas. El fortalecimiento de la sociedad civil ha de generar sólidas instituciones a través de las cuales puedan expresarse con seriedad y firmeza sus reivindicaciones, esperanzas y proyectos. Tales instituciones pueden ser vehículos eficientes para la participación popular. Pero los organismos del Estado han de actuar con sabiduría y ponderación a fin de promover e incorporar los aportes al desarrollo y la equidad que de allí emanen.
El vandalismo que destruye la propiedad pública y privada, que se permite usar la violencia “por la libre”, apenas se presenta la ocasión, perturba el quehacer cotidiano de los ciudadanos e incumple las normas de la sana convivencia. ¿Este concepto está claro para todos o es que alguien tiene dudas? Pues bien, si los líderes sociales y políticos tienen claro este concepto (y lo debieran tener ya que se supone que si son líderes son, también, personas de inteligencia superior al promedio) ellos no debieran, éticamente hablando, crear las condiciones materiales para que se despliegue el vandalismo y la violencia anárquica. Y si lo hiciesen debieran asumir las consecuencias, toda vez que saben que tras determinadas iniciativas suyas se provocan determinadas conductas vandálicas. Todos los saben. Ellos y la autoridad.
Lo peor que nos pudiera suceder como sociedad es que por una idea mal entendida acerca de que la democracia deba permitir la libertad para expresarse y protestar, las fuerzas encargadas de mantener el orden público actúen con incertidumbre, y duden acerca de su comportamiento ante el vandalismo y la violencia anárquica. Por desgracia, el reciente llamado de
Otra situación que desorienta a la población es la siguiente.